miércoles, 10 de marzo de 2010

El último aliento...

La oscuridad lo había envuelto todo, la luz de la luna quedaba eclipsada ante el fragor de las llamas que lentamente consumía la ciudad por completo. Hasta hacía escasos momentos, gritos de horror se escuchaban por el lugar, pero todas las débiles voces se acabaron ahogando por el poderoso fuego. Decenas de pasos rompieron el silencio que allí reinaba, se trataba del inconfundible sonar de un interminable ejército de fieros guerreros que, con escaso esfuerzo, había acabado con todo a su paso. El castillo ardía en llamas que no tardarían demasiado en hacerlo desaparecer. Allí, en ese lugar, envuelto por el ardiente fuego, permanecía un solo hombre en pié, el cual, con espada en mano, se mantenía luchando sin parar, derrotando, uno tras otro, a todos los que habían osado atacar su patria. El metálico sonido de aceros chocando, ese detestable ruido que siempre tanto había odiado, en ese momento se había convertido en su salvación, pues el luchar era la única muestra de que seguía estando allí, vivo y defendiendo todo aquello a lo que sus pasos le habían conducido. Había fallado por completo en su misión, pues el pueblo entero había sucumbido a golpe de espada, sus hermanos soldados, uno tras otro, fueron muriendo de horribles formas, incluso su general, atravesado vilmente por la espalda a manos del líder enemigo. Todo eso se había clavado en su corazón, pero, lo que más le dolía, era el recordar la mirada de su rey antes de ser degollado. Unos ojos de odio por no haberle protegido, por haber permitido que todo el reino sucumbiera por completo. Todo era demasiado doloroso, en comparación con eso, los incontables golpes y heridas que constantemente sufría a manos de los incontables enemigos, no eran más que simples estímulos que le estimulaban a luchar más, a no rendirse nunca. Subió las escaleras mientras se defendía del ataque de todos sus rivales. Su espada se volvía pesada, las heridas demasiado dolorosas, los enemigos inmensurablemente fuertes. Fue un último golpe el que le hizo caer. Mientras se desplomaba al piso inferior, miró la cara de su asesino, el fiero rostro del que había acabado con su vida, quizás él debería haber sido igual. La sangre le envolvía en su caída, hasta que, al final, fueron las codiciosas llamas las que nublaron sus ojos y su mente entre incontables pensamientos de pérdida y desastre. En verdad había fallado, pero, por lo menos, había combatido hasta el mismísimo final, el que llegó a manos de las llamas que habían consumido a su rey, su patria e incluso, al final, a él mismo.

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